jueves, 9 de agosto de 2007

Escaloneo grácil o el embobao de la oficina


M.C. Escher. Relatividad, 1953, litografia.

Son sólo dos pisos, escasos 10 metros. Mi dedo índice pulsa el botón del ascensor mientras mis piernas ya han decidido que subirán las escaleras. No puedo oponerme así que no ofrezco resistencia, me congratulo con su decisión y me dispongo a hacer el trayecto lo más inolvidable posible.

Los dos primeros escalones de un salto. Siempre es igual, soy todo entusiasmo a la hora de emprender un reto.

El resto del tramo a paso vivo, casi corriendo, meneando el culo ostensiblemente; ¡qué pasa!, me encanta mi culo.

Descanso en el descansillo; que para eso está. Me paro, sonrío, estoy como una moto, como una regadera, como una cabra. Me regocijo en mi estúpida felicidad y continúo la ascensión. Hay que joderse, qué forma de subir, qué animosidad, escaloneo grácil lo llamarán los que acuñan términos, los que ponen nombres a las cosas, los "nombradores" y "acuñadores" de mi egocentrismo tan bien entrenado.

Entre que me lío en las ramificaciones de mi imaginación inútil y que sigo, pasito a pasito, acometiendo escalones, ya casi diviso mi meta. Reconozco que a estas alturas - de escalera, de reto, ¡de mi vida, qué sé yo! - mi ilusión por concluir esta meritoria hazaña ha bajado bastantes enteros. Qué cosas, yo que subo, mi ilusión que baja; me detengo a falta de escasos metros a pensar sobre esta tontería.

Antes de poder preparar el dircurso de glorioso héroe que acomete cuanto se propone, me descubro arriba, arriba del todo. Ya está, acabado, finito, mi gran reto. Voy rápido a sentarme en mi sitio, que parezco bobo, con la de cosas que tengo que hacer.

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